
La inclusión como ética educativa
- Dra. Ma Antonia Casanova

- 30 jul 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 19 ago 2024
Mª Antonia Casanova
Que la inclusión educativa sea un modelo que se generaliza con tal fuerza, teórica y práctica, en todos los países, o, al menos, que se acepte como la realmente válida para nuestra sociedad actual, aunque haya problemas de implementación por diferentes causas, hace pensar que además de los planteamientos psicológicos y pedagógicos que puedan avalar su validez, se apoya en principios más profundos, más esenciales, que obligan a aceptarla desde la filosofía y el pensamiento que justifican la actuación humana. Esto lleva a reflexionar sobre el fundamento ético de la educación inclusiva.
Cuando nos referimos a la ética estamos hablando de la parte de la filosofía que aborda la moral y las obligaciones de la persona o, trasladando esta definición a la sociedad, aludiríamos al ámbito estricto de las obligaciones incondicionales que conforman el marco de la acción social y política. Es decir, que desde la ética establecemos los deberes sociales que asumimos como miembros de una comunidad. También cabe concretar la ética en el campo profesional, en nuestro caso educativo, lo que implica un concepto de deber y de compromiso dentro del ejercicio de la profesión, aunque quizá fuera de la misma no se entienda como tal.
El reto, en nuestro caso, viene planteado por las exigencias éticas en el ámbito de la educación (entendida como subsistema social), que parten de la equidad social como principio irrenunciable.
En primer lugar, hay que reafirmar el derecho fundamental a la educación de la persona (ya no sólo de los niños) en cualquier modelo de gobierno a nivel internacional. Bien lo sabe Felipe, cuando dice a Mafalda: “Nuestro derecho a la educación es tan indiscutible que no hay la más mínima esperanza de que algún alma caritativa nos lo quite”. Mucho más si nos encontramos en gobiernos democráticos, en los que la diferencia se valora como una riqueza para todos. Y lo que hay que reclamar con firmeza es que esa educación sea para todos en iguales condiciones, es decir, con idénticas características de calidad, que es lo que puede ofrecer la educación inclusiva y no otra. Si no existe una educación de calidad para todos, no es posible hablar de equidad social, pues este es el primer paso para acceder en igualdad de oportunidades al propio desarrollo personal, al mundo del trabajo y a la participación social con carácter general. Por lo tanto, es responsabilidad de las administraciones que toda la población disponga de una amplia gama de oportunidades, de un diseño universal para el acceso al aprendizaje, de manera que el conjunto de ciudadanos aporte su ser y su saber al bienestar común. Si los gobiernos no protegen este acceso, la distancia entre las oportunidades de unos y otros aumentarán, en lugar de igualarse hasta hacerla desaparecer totalmente. En definitiva, estamos hablando únicamente de justicia y ética social.
La cohesión social sólo es posible si los ciudadanos pueden disponer de una formación adecuada y pertinente con su contexto, y esto implica esa educación de calidad a la que aludimos, ese desarrollo eficaz y positivo a nivel de autoestima personal, el ejercicio de un pensamiento crítico que favorezca las elecciones apropiadas en cada momento…, al fin, el poder contar con una población con sentido de pertenencia a un grupo social, nunca marginada o resentida por evidente falta de educación. Tampoco obediente, sumisa, acrítica e incapaz de plantear nuevas opciones, nuevos caminos a sus compañeros de vida, por los que avanzar individual y socialmente.
Si, por otra parte, se asume este compromiso ético desde el enfoque profesional, la ética en la educación es una piedra de toque para el desarrollo de la misma. El profesor se enfrenta a su labor bajo principios como el de integridad, objetividad, responsabilidad, honestidad, liderazgo… (Informe Nolan), y se propone un objetivo principal que es ofrecer la posibilidad de ejercer su derecho a la educación, en las mejores condiciones, al conjunto de la población, especialmente a niños y jóvenes; o sea, a todos los niños y jóvenes, y a todos los adultos que lo requieran. Las consecuencias que a corto y a medio plazo van a tener las actuaciones del educador son de tan profundo calado, que la ética en esta profesión tiene una exigencia extrema. Pueden presentarse ocasiones en las que el docente no disponga de la formación necesaria para ejercer su tarea como corresponde a su modelo ético, en cuyo caso es indispensable tomar medidas para que estas situaciones se corrijan de inmediato.
Como síntesis de lo expuesto, creo que para poder denominar educación a lo que se pretende que esta sea, sólo podemos referirnos a lo que ahora llamamos -espero que provisionalmente- educación inclusiva. Es decir, educación para todos, en unos mismos centros que ofrezcan, por lo tanto, iguales oportunidades en cualquiera de los órdenes de la vida. La educación en una sociedad democrática, o es inclusiva, o no es educación. Estaríamos hablando, entonces, de una formación parcial, no completa para la generalidad del alumnado, y claramente insuficiente en lo relacionado con el conjunto de la población, pues dejaría al margen a buen número de ciudadanos por razones absolutamente injustificadas e injustificables.
Madrid, 2024
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